martes, 7 de marzo de 2017

¿Sueñan los autómatas con ovejas mecánicas?

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Una de las inclinaciones más indelebles en el mundo occidental, desde su configuración, ha sido (en fantasía, propósito o ejecución) el complejo de dios, el juego prometeico, la hybris babélica, que bien puede rastrearse, entre otras, hasta ciertas manifestaciones germinales caracterizadas tanto por la tradición hebraica como por sus profusas ramificaciones, cabiendo preponderar la figura mítica –o mitémica si tomáramos en cuenta los muñecos de madera en el Popol Vuh o las estatuas de Dédalo– del Golem y sus diversificaciones postreras.
Del Golem: “גולם”, tal como se escribe, comprende distintas acepciones que algunos han dado en trasladar como ‘amorfo’, ‘imperfecto’ o ‘embrionario’, otros como ‘estúpido’. Ya en la herencia talmúdica se describe que Adán fue forjado del polvo y del barro como una masa amorfa –golem–, antes de ser moldeado e insuflado por aliento divino. En el versículo 16 del Salmo 139 igualmente encontramos el término, que en las versiones hispánicas menos poéticas canta: “Mi embrión –golem–, vieron tus ojos/ y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas/ que fueron luego formadas,/ sin faltar una de ellas”. Acaso la leyenda más popular concerniente a la efigie cabalística es la atribuida a la venerada y tangencialmente merlinesca figura del rabino Judah Loew ben Bezazel, en la cual, el llamado Maharal de Praga, místico y exegeta, fecunda una criatura mediante la arcilla y la Escritura –en su frente o dentro de su boca–, criatura que pese a limitada en expresión y entendimiento resulta útil por su fortaleza y servilismo, particularmente a la hora de defender el gueto de los pogromos o de barrer la sinagoga. El devenir del espantajo en la leyenda –inspiración, casi cuatro siglos después, para la prestigiosa y superventas novela primeriza de Gustav Meyrink– varía en sus pormenores, más no en su desenlace: tras un efecto de ‘bola de nieve’ ­–como suele suceder cuando se perpetra la desmesura– en la cual el Golem muta en un Juggernaut incapaz ya de distinguir entre gentiles y opositores, el rabí termina por borrar la primera cifra en su símbolo, EMETH (verdad o realidad), dejando entonces METH (muerte), provocando su descomposición, el retorno a su materia primigenia. 
De sus diversificaciones postreras: Hacía el siglo XVI, el alquimista Paracelso afirma, en su De rerum natura, el haber llegado a concebir un homúnculo, un humanoide servil, menor a treinta centímetros de altura aunque supuestamente proporcionado, mediante un estrambótico (cuando menos) proceso que implicaba la combinación de esperma en putrefacción y estiércol –otras versiones incluyen carbón, mercurio, piel y pelo– dentro de un alambique sellado bajo calor constante equivalente al de un vientre equino, durante al menos un mes, hasta que presentara, traslucido, movimiento y antropomorfismo, a partir de lo cual se le nutriría con sangre humana secreta (es decir, preparación alquímica roja, sea lo que sea) durante cuarenta semanas, hasta alcanzar una madurez semejante al del recién nacido. Ya situados a principios del siglo XIX, Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, a caballo entre la fascinación y el rechazo que le producía la pululación de artilugios mecánicos que imitaban la figura y los movimientos de los seres animados, escribe primero en 1814 Los autómatas  –pieza de gran peso reflexivo aunque por momentos excesivamente ambigua donde dos amigos, Ludwig y Ferdinand, se ven imbuidos en un submundo de romances oníricos, muñecos profetas y artefactos musicales– y dos años después esa extraordinaria y compleja obra maestra que es El hombre de arena –pero más sobre ella posteriormente. Asimismo en 1816 –nombrado “el año sin verano”, dado el ‘invierno volcánico’ producido a raíz de la erupción del indonesio volcán Tambora, que ocasiona heladas, tempestades y cosechas malogradas a lo largo del hemisferio boreal–, la jovencita Mary Wollstonecraft Godwin acompañada por su amante, el poeta Bysshe Schelley, y su hermanastra Claire Clarimont, arriba a las orillas del lago Lemán, donde ya los esperan Lord Byron y su medico y secretario  personal, John Polidori; legándonos así uno de los ‘momentos Kodak’ más trascendentales e inquietantes en la historia de la literatura. Alojados en la Villa Diodati, los cinco excéntricos jóvenes consagran el tiempo (la mayor parte bajo techo, a causa de los inconvenientes climatológicos) de su reunión estival a remar, recitar, jugar carambola, practicar tiro, convivir con alguno de los numerosos animales –ocho perros, cinco gatos, tres monos, un águila, un cuervo y hasta un halcón– y quizá, a mofarse de sus vecinos que, morbosos y escandalizados, los espían a través telescopios desde los hoteles circundantes, pretendiendo encontrarlos consumando orgías incestuosas y otros actos infames. Finalmente, cierta noche a leer los presumidamente mediocres relatos contenidos en el volumen Fantasmagoriana, proyectan una apuesta que a la larga procrearía la figura romántica moderna del vampiro y la inderogable Frankenstein o el moderno Prometeo, esa siniestra parábola sobre la moral científica bajo un juego de gato/ratón entre un ambicioso científico y su aberrante, rencoroso pero lúcido engendro, inspirada en los principios y experimentos electrofisiológicos de Luigi Galvani, Giovanni Aldini y Erasmus Darwin. Hacía la penúltima década de dicho siglo, nos encontramos con dos narraciones propositivamente opuestas pero genéticamente afines, una, la popular e infantil Las aventuras de Pinocho de Collodi, la otra La Eva futura de Auguste Villiers de L'Isle-Adam, que en sus pertinentes coyunturas redimensionan (o en todo caso prosiguen la redimensión) del imaginario circundante al autómata, a sus atributos y finalidades. Tanto la hechizada marioneta mitómana y combate-tiburones del italiano como la revisionada Galatea steampunk fabricada por Thomas Edison en la novela del decadentista francés, materializan ya no únicamente la apostasía embriagada del antropocentrismo, sino además el sucedáneo narcisista de figuras afectivas: Pinocchio resulta el vástago que el austero pero habilidoso maese Gepetto nunca tuvo, mientras Hadalay –la ginoide de Villiers– conforma la idealización falócrata de la ‘mujer perfecta’, una Andreida hermosa, sofisticada, talentosa y, sobre todo, leal, construida por encargo para el suicida Lord Edwin, despechado por su pueril y voluble prometida Alicia. Otra ginoide a mencionar –esta sí, en cambio, celebérrima, referente obligado–, ya ubicados en la segunda década del siglo XX, atañe a la invención de Rotwang, la gemela robótica de María, la activista proletaria en aquella portentosa megalópolis industrial ideada por Thea Von Harbou y trasladada a la gran pantalla por su esposo Fritz Lang en 1927. Quizá cabría hacer un pequeño apunte aquí en cuanto a la trascendencia golémica en el cine expresionista alemán, amén de la adaptación casi inmediata de la obra de Meynrik, sino igualmente la clásica Das Kabinet des Dr. Caligari, puesto que ¿acaso no es el sonámbulo Cesare uno en sí, un ente incapaz de desobedecer a su amo y numen? Cabe, asimismo, apuntar en cuanto a la disyuntiva ética circundante al carácter atributivo del robot –su supuesta incapacidad de igualar al hombre dadas sus limitaciones a priori en el campo artístico, uno de los debates principales en el Sci-fi del siglo XX– ya se encuentra desplegado de modo soberbio en el relato de Hoffmann, donde el melómano empedernido hace pronunciar a Ludwing:   
Por medio de válvulas, resortes, palancas, rodillos, y toda clase de piezas mecánicas para lograr efectos musicales, se hace esta absurda experiencia de tratar de lograr únicamente con objetos lo que puede lograrse por medio del espíritu, que rige hasta los más mínimos movimientos. El mayor reproche que se le hace al músico es que toca sin sentimiento alguno, por lo cual realmente perjudica al espíritu de la música, o mejor dicho, anula la música en la música, de lo que se deduce que siempre tocará mejor el músico más insensible que la máquina más perfecta, ya que es de suponer que en algún instante logre despertar una momentánea emoción, lo que, evidentemente, nunca sucederá con la máquina.
Pero baste decir que consecuentemente, la figura del Golem –y por tanto del autómata– se permea y meta-permea entre los ámbitos especulativos tanto de la ficción como la de la ingeniería, en el Hal 9000 de Clarke y de Kubrick, en Sonny, Andrew y los robots positrónicos de Asimov, en los Tachikomas y otros droides en la delirante Ghost in the Shell, en aquellos Nexus-6 que, agonizantes bajo la lluvia, hablan sobre naves en llamas en Orión, sobre Rayos-C brillando en la puerta de Tannhäuser, conscientes que “todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.
         Las propiedades cualitativas del autómata femenino como entelequia pigmalionica, con sus aciertos como con sus defectos, ya se hallan más o menos prefigurados desde su concepción en la mitología griega, a través de dos de las creaciones articuladas por el forjador Hefestos. La primera, las Kourai Khryseai –doncellas doradas referidas en el canto XVIII de la Iliada–: las lozanas, seductoras e inteligentes asistentes del arsenicoso y renco dios. La segunda: Pandora, caprichoso e imprudente azote del Olimpo. No en vano escoge Hoffmann el nombre del fembot en su relato –como no en vano escoge, quizá, ningún otro: ‘Nathaniel’, el nombre del protagonista, comparte con el segundo nombre del escritor el significado de ‘regalo de Dios’; mientras ‘Coppola’, una de las dualidades del villano, quiere decir ‘orbitas oculares–’, cuyo entramado, si bien irreductible como totalidad, puede esbozarse refiriendo que Natahaniel, un romántico y ególatra estudiante y escritor de oscuros poemas mediocres, es perseguido por la pesadillesca imagen del Arenero, que el metamorfosea del folclore infantil hasta depositarlo retorcidamente en Coppelia, un abogado que practicaba la alquimia con su padre, a  quien –desde su perspectiva– acaba por asesinar. Ya cursando estudios superiores y prometido con Clara, amiga de la infancia, Nathaniel tiene un perjudicial encuentro con el óptico y mercader Coppola, trasunto del otrora abogado, tras el cual, quizá no incidentalmente, acaba descubriendo a Olympia, la ‘hija’ de su profesor Spalanzani. Después de una sucesión de reuniones universitarias y momentos a caballo entre lo ridículo y lo ajenamente incomodo, nuestro protagonista queda prendado de esa hueca y delicada figurilla de mirada lánguida y expresión monosilábica, a la que no tarda en develarse como una maquina, provocando la ruptura psíquica en el ya de por sí afectado jovencito. Freud –en el que acaso sea el ensayo más conocido sobre la pieza, donde además de explicar a Nathaniel como un contradictorio remedo edípico bajo un severo complejo de castración– iniciado por A. Jenysch, ha querido encontrar bajo los laberintos de esta historia los fundamentos para su postulados respecto a das Unheimlich, cuya traducción más ajustada factiblemente es ‘lo siniestro-cotidiano’, aquello habitual, que juzgamos familiar pero que a la par, en determinadas circunstancias, inesperadamente llega a resultar ominoso, aterrorizante.
Borges quien siempre tenía sino una frase inmortal al menos una perfectamente confeccionada para casi todo, con respecto al monstruo hebraico, preliminarmente a su poema homónimo, enuncia: "el Golem es al rabino que lo creó, lo que el hombre es a Dios; y es también, lo que el poema es al poeta".

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