viernes, 14 de agosto de 2015

Who watches the Nightwatchers?


Envueltos por una densa penumbra, cuya aura lóbrega e informe se dilata más allá de las limitaciones de lo visible y de los contornos de las formas, bajo el dintel de un arco triunfal, una aglomeración de variopintos personajes brotan –muchos superpuestos, apenas siluetas sugeridas; otros, los menos, luminarias plenamente definidas, protagónicas–, irrumpiendo en escena, tumultuosos, dinámicos, desde las sombras; inquietos e inmersos en sus actividades específicas, cual actores de una tableau-vivant. Un tamborilero ejecuta un redoble, un portaestandarte acaba de erigir su asta por encima de sus camaradas, los alabarderos entrechocan sus pértigas, abriéndose paso por la escalinata; uno de los arcabuceros, ataviado en carmesí, empuja su baqueta dentro de la bocacha de su avancarga, otro más sopla contra la cazoleta de la suya, desempolvándola; hacía la extrema izquierda, tres milicianos mascullan, casi confabuladores, y un pajecillo de la pólvora los mira sobre su hombro, corriendo en dirección inversa; hacia la extrema derecha el sargento extiende su brazo entero, indicando un punto vago a su subalterno, a sus pies un perro, contrahecho y sobresaltado, ladra estrepitosamente. Casi al centro se erigen quienes podemos acordar en reconocer como figuras dominantes: El capitán y el alférez, quienes, contrastantes en cromatismo y postura, conversan sin mirarse y marchan hacia el frente, como a punto de desbordarse del cuadro. El primero viste el traje típico de oficial, con una remarcada banda roja sobre traje negro, salpicado con el blanco de su gorguera de lechuguilla; la mano diestra, propiamente enguantada, se emplea en aferrar el otro guante, flácido en su desocupación; la mano siniestra, desnuda, se extiende hacia nosotros, en un gesto significativamente enigmático, a caballo entre la propuesta, el decreto y la altivez más descarada, mano cuya sombra recae nítida y acaso malintencionadamente sobre el cuerpo del segundo, quien, por oposición, hacer alarde de un ropaje todo fulgor, todo argénteo: borlas y broqueles y bordados de leones en bajorrelieve; empuña con desgano una partesana, arma venatoria y más bien meramente ornamental. A espaldas del capitán, otro monigote, hermético: de estatura a todas luces inusual para el papel que se le designa, peripuesto por bombachas y una celada con cimera de hojas de roble, nos guarda deliberadamente de su faz y, dando amplias zancadas, alza su mosquete: el fogonazo esboza una aureola timorata tras el sombrero del alférez.  A su izquierda, las que acaso sean las efigies menos afines en toda la composición: dos mujercitas –¿vivanderas?, ¿mascotas?, ¿hijas de los milicianos?–; la única que acabadamente distinguimos, una niña que entre más detenimiento se le concede menos lo parece, lleva un vestido dorado, una cuerna y al cinturón, atados, un saquillo y una gallina colgada por las garras; su recargada iluminación desafía toda pauta, es etérea, casi angelical. En última instancia, laboriosamente inteligible, asomando entre dos guardias apenas media nariz, un ojo izquierdo, divertido y voyerista, y coronado por su característica boina oscura, nos encontramos con el mismísimo pintor, titiritero, en un cameo casi hitchcockiano.
            Hacia finales del siglo XVI comenzaron a instaurarse pequeños sistemas de soporte militar defensivo en las principales ciudades de los Países Bajos, llamados Schutterijs: grupos de guardias civiles constituidos por ciudadanos respetables, cuyos oficiales, casi siempre ricos, protestantes, de abolengo y con inclinadas aspiraciones políticas, eran designados por los magistrados locales. Aunque en un principio su empleo era el resguardar la población en su distrito correspondiente de ataques, revueltas o incendios, con el paso de las generaciones se decantaron en una suerte de clubs deportivos para caballeros, residiendo en lujosas sedes denominadas doelens, donde uno se entretenía apostando, charlando, embriagándose y practicando el tiro, dedicándose de vez en vez a desfilar por las avenidas principales en ceremonias de pompa y circunstancia. Los Schutterijs, divididos en tres grandes corporaciones, se diferenciaban por su arma cardinal, encontrándonos así con las compañías de ballestas ligeras, de ballestas de estribo y de los arcabuceros, apodados Kloveniers. Cuando en 1638, solemnizando la fastuosa entrada en Ámsterdam por parte de María de Médici (antigua reina madre de Francia, expulsada por su hijo Luis XIII y el cardenal Richelieu), se remodeló la Kloveniersdoelen de la ciudad, edificándose un nuevo gran salón para fiestas, a los administradores de las compañías les fue menester encargar seis lienzos a distintos pintores de renombre para cubrir sus muros, siendo uno de ellos Rembrandt Harmenszoon van Rijn. Rembrandt –(1606-1669), originario de Leiden, octavo hijo de un acomodado molinero de malta y de la integrante de una familia de panaderos, pupilo aventajado del italianizado Jacob Isaacsz van Swanenburgh y el escenista histórico Pieter Lastman, casado con la hermosa Saskia van Uylenburgh, hija de un antiguo alcalde y prima de un marchante de arte con el que se codeaba van Rijn– se encontraba en el pináculo de su carrera. Posicionado, ambicioso, engreído y consciente de su talento, había irrumpido como una estocada en el ambiente artístico amsterdames con el óleo La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp (1632), y, hacia 1640, el punto en que le fue comisionado el cuadro marcial, su éxito y su riqueza no habían dejado de ir en incremento. Por entonces, el género del retrato por encargo y, en particular, del retrato gremial de guardias civiles (schuttersstukk), era ampliamente extendido, demandado y codiciado, puesto que implicaba un trato mutuamente beneficioso: para el artista entrañaba el medio de ingresos más estable en su oficio y una forma rápida de repercusión mediático; para el cliente, burgués progresista por lo común, un recurso comunitariamente aceptado e idóneo de ostentación y reafirmación del status; ciertamente constituía un fenómeno particular inherente a la Holanda, exitosa en términos industriales y culturales, del Siglo de oro. No obstante su supremacía, el Schuttersstukk era un género caído en lo formulaico, en lo derivativo, hechura de situaciones comunes –banquetes, recintos oficiales– y composiciones esquemáticas –los personajes, en posiciones rígidas, equitativas y antinaturales,  solían formar una o dos filas,  alineados a un mismo nivel, todos lado a lado, mirando al espectador, apenas sin variaciones, sin movimiento, sin profundidad. Y Rembrandt, siendo Rembrandt, en su individualismo caprichoso, en su vanguardismo e iconoclastia, en cambio les ofreció ‘La ronda nocturna’, una pieza enigmática, multitudinaria, que, ante todo, que aprehende un instante suspendido –los elementos y personajes parecen situarse entre dos acciones, entre el preparativo y  partida–, rezumante en espectacularidad, en un distintivo dinamismo donde la caótica individualidad de todas sus partes se conjunta con un equilibrio compositivo absolutamente novedoso; una suerte de armonía vaga y en ningún momento cuadrada, dramatizado por el uso efectivo del claroscuro tan característico del autor, por la fluidez depositada en las poses ensimismadas de sus personajes. El mito nos cuenta que el descontento general de sus contratistas ante la ‘originalidad’ exhibida en el cuadro, fue tomado por ingratitud, por ofensa satírica hacia la supuesta sensibilidad de la clase alta, suscitando la ruina del artista, pero no existen medios para patentarlo.  Lo innegable es que 1642, año de exhibición del retrato, marcó el punto de inflexión en la vida de Rembrandt; a partir de entonces se desencadenarían una serie de reverses entre los que caben destacar el fallecimiento de Saskia, a meses de dar a luz a Titus, su único hijo, y la progresiva relegación social, el reducimiento financiero, la bancarrota. Olvidado por sus contemporáneos, descalificado por los críticos, perseguido por sus acreedores, moriría, achacoso, a los 63 años, siendo enterrado en una tumba sin nombre.
Intitulada originalmente: ‘La compañía militar del capitán Frans Banning Cocq y el teniente Willem van Ruytenburg’, la pintura fue indebidamente rebautizada a principios del siglo XIX como ‘La ronda nocturna’ o ‘Ronda de noche’ (De Nachtwach, en neerlandés) en un equívoco asumido a colación de las capas de barniz, polvo y oxido de pintura que, acumulados durante un par de siglos, ennegrecieron considerablemente la pintura, hasta su restauración en 1946. Aunque debe admitirse que el título popular incuestionablemente posee mayor fuerza de difusión.

Óleo sobre tela, mide 363 cm. X 437 cm. (se estima que sus medidas originales eran de 4m x 4.8m aprox., pero el cuadro fue mutilado en 1715, cuando se le trasladó al Ayuntamiento de Ámsterdam, siendo irreparablemente recortada al no caber en su sitio destinado, entre dos puertas) y pesa 337 kg. Actualmente se exhibe en la galería principal, recientemente restaurada, del Rijkmuseum.