Quiero que mi vida sea una suprema ofensa
Roland Topor
Topor fue el mejor amigo de muchos de nosotros. Y el primero para mí durante cuarenta años. Sus amigos extranjeros con él perdíamos nuestro acento y nuestras raíces. Recuperábamos nuestras piernas, nuestra risa, nuestro paladar y nuestros palacios.
Fernando Arrabal
Un capibara con cabeza de zapato al borde de un acantilado, un hidrocéfalo despellejándose la cabeza, un ahorcado intentando cercenarse la lengua con unas tijeras, una quijada hendida hasta la yugular a base de golpes de almádena, el pulgar de una mano asaltando al resto de los dedos, unos ojos color almendra mirándonos desde el fondo de una boca que grita, tres pisadores de uva compactando cadáveres en una tina vinicultora, las metamorfosis de unos titanes azules alienígenas y la verga parlante del marqués de Sade son solo algunas de las grotescas imágenes, las tan fascinantes como lúdicas imágenes que nos ha legado el buen Roland Topor.
Ilustrador, dibujante, pintor, diseñador, escritor, guionista, actor, escenógrafo, cineasta y director artístico nacido en 1938; parisense de origen judío polaco (su padre, el caricaturista Abram Topor, emigró huyendo de los nazis), pasó su infancia escondido en Saboya, alimentándose del conocimiento de su padre, de su gusto compartido por la parodia grotesca, por la exageración artística en tradición de los guetos polacos. Mientras estudiaba en la Beaux-arts de París empezó a colaborar en los ácidos magazines Bizarre y Hara Kiri y, al otro lado del espectro, en la rosa revista de modas Elle. Es en 1962 cuando deviene el hecho por el cual, acaso, resulta más identificado entre ciertos círculos de mayor amplitud: funda el Movimiento Pánico –también llamado Grupo Pánico o Panique– junto a Alejandro Jodorowsky, Fernando Arrabal, el dibujante Olivier O. Olivier y el escritor Jacques Sternberg; dicho movimiento –colectivo inspirado por influencias tan disimiles como el cine de Buñuel, la estatización ajedrecista de Duchamp, los conjuntos fractales de Mandelbrot y el Teatro de la crueldad de Artaud– busca emanciparse del aburguesamiento y esquematismo que supuestamente comenzaba afectar al surrealismo en los lineamientos de Breton, dedicándose más que nada a ejecutar performances impactantes, confusos, donde el caos y la estridencia eran moneda de cambio y los samuráis, las esculturas sangrantes, las gallinas crucificadas o las vaginas gigantes no se echaron en falta. Con el tiempo, estos antiaristotélicos cuasi-enfants terribles, inspirados en la nocturna deidad mitológica del desenfreno y el horror, fueron forjándose un nombre entre las contracorrientes vanguardistas surgidas bajo el malestar cultural que tanto caracterizó a la década de los 60. En 1973, no obstante, tras la publicación de la antología Le panique de Arrabal, Jodorowsky desarticuló la agrupación. En aquel mismo año apareció el largometraje animado sci-fi La planète sauvage, dirigido por René Laloux y co-escrito por Topor, basándose en la novela Oms en série de Stefan Wul. Topor (quien ya había trabajado con Laloux en los cortos Les Temps Morts y Les Escargots) también se encargó, desde el departamento de arte, de diseñar a la especie dominante del orbe: unos dalíescos colosos azulados, psíquicos, psicodélicos y hasta cierto punto dracoformes que emplean a los humanos como meras mascotas/juguetes; así como a la heterogénea, virulenta y bizarrísima biodiversidad, eco-pandemia entre la que bien podemos atinar con lúbricos insectoides voladores ionicos, con una sardónica hortaliza que enjaula y azota sabandijas con su nariz o con formidables estructuras cristalinas que se fracturan ante los silbidos. De producción franco-checa, El planeta fantástico cosechó buenas críticas, obtuvo el Grand Prix en Cannes, el Prix Saint-Michel en Bruselas y el premio del jurado en el festival de ciencia ficción de Trieste, fue distribuida en Estados Unidos por Roger Corman y se convirtió en un irredento filme de culto cuyo hipnótico arte y composición poseen una unicidad estilística sostenida por la también brillante y alucinógena banda sonora, composición original del jazzista Alain Goraguer.
En 1976, Roman Polanski adaptó su primer novela, El quimérico inquilino, construyendo un estrambótico thriller de terror psicológico donde a un inseguro hombrecillo llamado Trelkovsky (luego de mudarse a un arcaico y modesto apartamento en Paris cuya antigua arrendataria se ha suicidado), comienzan a ocurrirle toda suerte de infortunios, equívocos y avistamientos tan aparentemente siniestros como enigmáticos; conforme la cortina argumental se va desplegando penetramos en una turbadora fábula sobre los límites de la identidad y de la crueldad humana. En 1989, junto al realizador belga Herny Xhonneux, realizó la comedia erótica-guignol Le Marquis, rocambolesca prosopografía que transpone elementos de la vida y obra del Marques Donatien Alphonse François de Sade a un hilarante y a tramos disparatado ejercicio, a caballo entre la dignificación biográfica, la crítica histórica y la parafilia socarrona. Situada en la Bastille durante el tenso periodo que antecedió a la Revolución francesa, la cinta se centra en el caninoide aristócrata Marquis –letrado aprisionado por cargos de libertinaje y blasfemia–, quien consagra sus días a redactar pormenorizados relatos pornográficos, a desdeñar a su repugnante y miomorfe carcelero: Ambert y a discutir con Colin; su inquieto e impertinente pene, poseedor de personalidad, rostro y voz propia y a quien trata como un igual. Ambos, indeliberadamente, acaban por participar en un conjunto de intrigas en las que peregrinan personajes como Justine, vaquilla virtuosa, ultrajada y embarazada por Luis XVI; Lupino, exjefe de policía y vecino de celda imputado por sedición; o Juliette, equina noble que disimula su condición de cabecilla insurgente bajo el papel de una dominatrix intemperante. Muere en abril de 1997, después de sufrir un ataque cardiovascular.
Topor, bajo el influjo itinerante de la desbordante efervescencia, de la mordaz inquietud creativa, publicó más de diez libros de bocetos, dibujos, linograbados y xilografías, una docena de novelas, otras tantas antologías de cuentos, una serie de libretos de ópera y guiones teatrales, e incluso (haciendo un derroche sin recato de humor negro) hasta un recetario caníbal; participó en la compañía teatral Grand Magic Circus de Jêrome Savary; montó el espectáculo/visita guiada Monopolis para el Festival de Sigma en Burdeos, junto al escultor Guénolé Azerthopie; interpretó al lúnatico Renfield en Nosferatu: Phantom der Nacht –revisión filosofante del clásico de F. W. Murnau por parte de Werner Herzog –, compartiendo así créditos con actores de la talla de Klaus Kinski, Isabelle Adjani y Bruno Ganz; se encargó de articular una mise en scène de Ubu rey en el Teatro Nacional de Chaillot; compuso las letras de Je m'aime y Monte dans mon Ambulance para la insólita cantante underground Megumi Satsu y hasta creó, en 1982, una parodia noticiaría televisiva con marionetas llamada Téléchat. De una sensibilidad que posee no pocas semejanzas con las obras de El Bosco, Delacroix, Jacques Callot, Odilon Redon o Tony Johannot, su obra plástica, a pesar de la engañosa rusticidad, acaba por reflejar una postura extremada, bufonesca, ampulosa y provocadora que rara vez pierde pie al momento de desplegar fidelidad a sus códigos personales sin cerrar puertas a la reinvención. En cuanto a su vena narrativa –deudora del decadentismo de Baudelaire, la sátira de Swift, la patafísica de Alfred Jarry y la crueldad de Villiers de L'Isle-Adam–, poco se aleja objetivamente del delirante jugueteo, del espejo deformante que desnuda los rincones oscuros de la condición humana; sus relatos, por ejemplo, son auténticos diables en boîtes, artefactos mínimos cuyas vueltas de tuerca nos aguardan siempre, irónicas y circulares, en las últimas líneas.
En su tumba en Montmatre –apostada, por aquello de las eventualidades casi faustrollianas, al lado de la del excéntrico o más bien lunático onceavo presidente de la Tercer República Francesa: Paul Deschanel, quien en una ocasión fue encontrado caminando descalzo y en pijama sobre las vías del tren– un hombre en gabardina y fedora observa el horizonte, hacia el infinito, hacia lo incierto o, acaso, hacia la nada; desde su maletín, desgarrada por un lado, brotan, arremolinadas, camisas, corbatas, calzoncillos: las vestimentas que ya no necesitará. No hay epitafio, aunque, como él mismo Roland llegará a declarar en sus Cien buenas razones para suicidarme de inmediato, bien hubiera querido que éste fuera: “¡Ya era hora!”
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