martes, 7 de marzo de 2017

Todos los senderos del sendero









Roland Topor o la caricatura post-surrealista grotesca











Quiero que mi vida sea una suprema ofensa
Roland Topor

Topor fue el mejor amigo de muchos de nosotros. Y el primero para mí durante cuarenta años. Sus amigos extranjeros con él perdíamos nuestro acento y nuestras raíces. Recuperábamos nuestras piernas, nuestra risa, nuestro paladar y nuestros palacios.
Fernando Arrabal

Un capibara con cabeza de zapato al borde de un acantilado, un hidrocéfalo despellejándose la cabeza, un ahorcado intentando cercenarse la lengua con unas tijeras, una quijada hendida hasta la yugular a base de golpes de almádena, el pulgar de una mano asaltando al resto de los dedos, unos ojos color almendra mirándonos desde el fondo de una boca que grita, tres pisadores de uva compactando cadáveres en una tina vinicultora, las metamorfosis de unos titanes azules alienígenas y la verga parlante del marqués de Sade son solo algunas de las grotescas imágenes, las tan fascinantes como lúdicas imágenes que nos ha legado el buen Roland Topor.

Ilustrador, dibujante, pintor, diseñador, escritor, guionista, actor, escenógrafo, cineasta y director artístico nacido en 1938; parisense de origen judío polaco (su padre, el caricaturista Abram Topor, emigró huyendo de los nazis), pasó su infancia escondido en Saboya, alimentándose del conocimiento de su padre, de su gusto compartido por la parodia grotesca, por la exageración artística en tradición de los guetos polacos. Mientras estudiaba en la Beaux-arts de París empezó a colaborar en los ácidos magazines Bizarre y Hara Kiri y, al otro lado del espectro, en la rosa revista de modas Elle. Es en 1962 cuando deviene el hecho por el cual, acaso, resulta más identificado entre ciertos círculos de mayor amplitud: funda el Movimiento Pánico –también llamado Grupo Pánico o Panique– junto a Alejandro Jodorowsky, Fernando Arrabal, el dibujante Olivier O. Olivier y el escritor Jacques Sternberg; dicho movimiento –colectivo inspirado por influencias tan disimiles como el cine de Buñuel, la estatización ajedrecista de Duchamp, los conjuntos fractales de Mandelbrot y el Teatro de la crueldad de Artaud– busca emanciparse del aburguesamiento y esquematismo que supuestamente comenzaba afectar al surrealismo en los lineamientos de Breton, dedicándose más que nada a ejecutar performances impactantes, confusos, donde el caos y la estridencia eran moneda de cambio y los samuráis, las esculturas sangrantes, las gallinas crucificadas o las vaginas gigantes no se echaron en falta. Con el tiempo, estos antiaristotélicos cuasi-enfants terribles, inspirados en la nocturna deidad mitológica del desenfreno y el horror, fueron forjándose un nombre entre las contracorrientes vanguardistas surgidas bajo el malestar cultural que tanto caracterizó a la década de los 60. En 1973, no obstante, tras la publicación de la antología Le panique de Arrabal, Jodorowsky desarticuló la agrupación. En aquel mismo año apareció el largometraje animado sci-fi La planète sauvage, dirigido por René Laloux y co-escrito por Topor, basándose en la novela Oms en série de Stefan Wul. Topor (quien ya había trabajado con Laloux en los cortos Les Temps Morts y Les Escargots) también se encargó, desde el departamento de arte, de diseñar a la especie dominante del orbe: unos dalíescos colosos azulados, psíquicos, psicodélicos y hasta cierto punto dracoformes que emplean a los humanos como meras mascotas/juguetes; así como a la heterogénea, virulenta y bizarrísima biodiversidad, eco-pandemia entre la que bien podemos atinar con lúbricos insectoides voladores ionicos, con una sardónica hortaliza que enjaula y azota sabandijas con su nariz o con formidables estructuras cristalinas que se fracturan ante los silbidos. De producción franco-checa, El planeta fantástico cosechó buenas críticas, obtuvo el Grand Prix en Cannes, el Prix Saint-Michel en Bruselas y el premio del jurado en el festival de ciencia ficción de Trieste, fue distribuida en Estados Unidos por Roger Corman y se convirtió en un irredento filme de culto cuyo hipnótico arte y composición poseen una unicidad estilística sostenida por la también brillante y alucinógena banda sonora, composición original del jazzista Alain Goraguer.

En 1976, Roman Polanski adaptó su primer novela, El quimérico inquilino, construyendo un estrambótico thriller de terror psicológico donde a un inseguro hombrecillo llamado Trelkovsky (luego de mudarse a un arcaico y modesto apartamento en Paris cuya antigua arrendataria se ha suicidado), comienzan a ocurrirle toda suerte de infortunios, equívocos y avistamientos tan aparentemente siniestros como enigmáticos; conforme la cortina argumental se va desplegando penetramos en una turbadora fábula sobre los límites de la identidad y de la crueldad humana. En 1989, junto al realizador belga Herny Xhonneux, realizó la comedia erótica-guignol Le Marquis, rocambolesca prosopografía que transpone elementos de la vida y obra del Marques Donatien Alphonse François de Sade a un hilarante y a tramos disparatado ejercicio, a caballo entre la dignificación biográfica, la crítica histórica y la parafilia socarrona. Situada en la Bastille durante el tenso periodo que antecedió a la Revolución francesa, la cinta se centra en el caninoide aristócrata Marquis –letrado aprisionado por cargos de libertinaje y blasfemia–, quien consagra sus días a redactar pormenorizados relatos pornográficos, a desdeñar a su repugnante y miomorfe carcelero: Ambert y a discutir con Colin; su inquieto e impertinente pene, poseedor de personalidad, rostro y voz propia y a quien trata como un igual. Ambos, indeliberadamente, acaban por participar en un conjunto de intrigas en las que peregrinan personajes como Justine, vaquilla virtuosa, ultrajada y embarazada por Luis XVI; Lupino, exjefe de policía y vecino de celda imputado por sedición; o Juliette, equina noble que disimula su condición de cabecilla insurgente bajo el papel de una dominatrix intemperante. Muere en abril de 1997, después de sufrir un ataque cardiovascular.

Topor, bajo el influjo itinerante de la desbordante efervescencia, de la mordaz inquietud creativa, publicó más de diez libros de bocetos, dibujos, linograbados y xilografías, una docena de novelas, otras tantas antologías de cuentos, una serie de libretos de ópera y guiones teatrales, e incluso (haciendo un derroche sin recato de humor negro) hasta un recetario caníbal; participó en la compañía teatral Grand Magic Circus de Jêrome Savary; montó el espectáculo/visita guiada Monopolis para el Festival de Sigma en Burdeos, junto al escultor Guénolé Azerthopie; interpretó al lúnatico Renfield en Nosferatu: Phantom der Nacht –revisión filosofante del clásico de F. W. Murnau por parte de Werner Herzog –, compartiendo así créditos con actores de la talla de Klaus Kinski, Isabelle Adjani y Bruno Ganz; se encargó de articular una mise en scène de Ubu rey en el Teatro Nacional de Chaillot; compuso las letras de Je m'aime y Monte dans mon Ambulance para la insólita cantante underground Megumi Satsu y hasta creó, en 1982, una parodia noticiaría televisiva con marionetas llamada Téléchat. De una sensibilidad que posee no pocas semejanzas con las obras de El Bosco, Delacroix, Jacques Callot, Odilon Redon o Tony Johannot, su obra plástica, a pesar de la engañosa rusticidad, acaba por reflejar una postura extremada, bufonesca, ampulosa y provocadora que rara vez pierde pie al momento de desplegar fidelidad a sus códigos personales sin cerrar puertas a la reinvención. En cuanto a su vena narrativa –deudora del decadentismo de Baudelaire, la sátira de Swift, la patafísica de Alfred Jarry y la crueldad de Villiers de L'Isle-Adam–, poco se aleja objetivamente del delirante jugueteo, del espejo deformante que desnuda los rincones oscuros de la condición humana; sus relatos, por ejemplo, son auténticos diables en boîtes, artefactos mínimos cuyas vueltas de tuerca nos aguardan siempre, irónicas y circulares, en las últimas líneas.

En su tumba en Montmatre –apostada, por aquello de las eventualidades casi faustrollianas, al lado de la del excéntrico o más bien lunático onceavo presidente de la Tercer República Francesa: Paul Deschanel, quien en una ocasión fue encontrado caminando descalzo y en pijama sobre las vías del tren– un hombre en gabardina y fedora observa el horizonte, hacia el infinito, hacia lo incierto o, acaso, hacia la nada; desde su maletín, desgarrada por un lado, brotan, arremolinadas, camisas, corbatas, calzoncillos: las vestimentas que ya no necesitará. No hay epitafio, aunque, como él mismo Roland llegará a declarar en sus Cien buenas razones para suicidarme de inmediato, bien hubiera querido que éste fuera: “¡Ya era hora!”



¿Sueñan los autómatas con ovejas mecánicas?

.

Una de las inclinaciones más indelebles en el mundo occidental, desde su configuración, ha sido (en fantasía, propósito o ejecución) el complejo de dios, el juego prometeico, la hybris babélica, que bien puede rastrearse, entre otras, hasta ciertas manifestaciones germinales caracterizadas tanto por la tradición hebraica como por sus profusas ramificaciones, cabiendo preponderar la figura mítica –o mitémica si tomáramos en cuenta los muñecos de madera en el Popol Vuh o las estatuas de Dédalo– del Golem y sus diversificaciones postreras.
Del Golem: “גולם”, tal como se escribe, comprende distintas acepciones que algunos han dado en trasladar como ‘amorfo’, ‘imperfecto’ o ‘embrionario’, otros como ‘estúpido’. Ya en la herencia talmúdica se describe que Adán fue forjado del polvo y del barro como una masa amorfa –golem–, antes de ser moldeado e insuflado por aliento divino. En el versículo 16 del Salmo 139 igualmente encontramos el término, que en las versiones hispánicas menos poéticas canta: “Mi embrión –golem–, vieron tus ojos/ y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas/ que fueron luego formadas,/ sin faltar una de ellas”. Acaso la leyenda más popular concerniente a la efigie cabalística es la atribuida a la venerada y tangencialmente merlinesca figura del rabino Judah Loew ben Bezazel, en la cual, el llamado Maharal de Praga, místico y exegeta, fecunda una criatura mediante la arcilla y la Escritura –en su frente o dentro de su boca–, criatura que pese a limitada en expresión y entendimiento resulta útil por su fortaleza y servilismo, particularmente a la hora de defender el gueto de los pogromos o de barrer la sinagoga. El devenir del espantajo en la leyenda –inspiración, casi cuatro siglos después, para la prestigiosa y superventas novela primeriza de Gustav Meyrink– varía en sus pormenores, más no en su desenlace: tras un efecto de ‘bola de nieve’ ­–como suele suceder cuando se perpetra la desmesura– en la cual el Golem muta en un Juggernaut incapaz ya de distinguir entre gentiles y opositores, el rabí termina por borrar la primera cifra en su símbolo, EMETH (verdad o realidad), dejando entonces METH (muerte), provocando su descomposición, el retorno a su materia primigenia. 
De sus diversificaciones postreras: Hacía el siglo XVI, el alquimista Paracelso afirma, en su De rerum natura, el haber llegado a concebir un homúnculo, un humanoide servil, menor a treinta centímetros de altura aunque supuestamente proporcionado, mediante un estrambótico (cuando menos) proceso que implicaba la combinación de esperma en putrefacción y estiércol –otras versiones incluyen carbón, mercurio, piel y pelo– dentro de un alambique sellado bajo calor constante equivalente al de un vientre equino, durante al menos un mes, hasta que presentara, traslucido, movimiento y antropomorfismo, a partir de lo cual se le nutriría con sangre humana secreta (es decir, preparación alquímica roja, sea lo que sea) durante cuarenta semanas, hasta alcanzar una madurez semejante al del recién nacido. Ya situados a principios del siglo XIX, Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, a caballo entre la fascinación y el rechazo que le producía la pululación de artilugios mecánicos que imitaban la figura y los movimientos de los seres animados, escribe primero en 1814 Los autómatas  –pieza de gran peso reflexivo aunque por momentos excesivamente ambigua donde dos amigos, Ludwig y Ferdinand, se ven imbuidos en un submundo de romances oníricos, muñecos profetas y artefactos musicales– y dos años después esa extraordinaria y compleja obra maestra que es El hombre de arena –pero más sobre ella posteriormente. Asimismo en 1816 –nombrado “el año sin verano”, dado el ‘invierno volcánico’ producido a raíz de la erupción del indonesio volcán Tambora, que ocasiona heladas, tempestades y cosechas malogradas a lo largo del hemisferio boreal–, la jovencita Mary Wollstonecraft Godwin acompañada por su amante, el poeta Bysshe Schelley, y su hermanastra Claire Clarimont, arriba a las orillas del lago Lemán, donde ya los esperan Lord Byron y su medico y secretario  personal, John Polidori; legándonos así uno de los ‘momentos Kodak’ más trascendentales e inquietantes en la historia de la literatura. Alojados en la Villa Diodati, los cinco excéntricos jóvenes consagran el tiempo (la mayor parte bajo techo, a causa de los inconvenientes climatológicos) de su reunión estival a remar, recitar, jugar carambola, practicar tiro, convivir con alguno de los numerosos animales –ocho perros, cinco gatos, tres monos, un águila, un cuervo y hasta un halcón– y quizá, a mofarse de sus vecinos que, morbosos y escandalizados, los espían a través telescopios desde los hoteles circundantes, pretendiendo encontrarlos consumando orgías incestuosas y otros actos infames. Finalmente, cierta noche a leer los presumidamente mediocres relatos contenidos en el volumen Fantasmagoriana, proyectan una apuesta que a la larga procrearía la figura romántica moderna del vampiro y la inderogable Frankenstein o el moderno Prometeo, esa siniestra parábola sobre la moral científica bajo un juego de gato/ratón entre un ambicioso científico y su aberrante, rencoroso pero lúcido engendro, inspirada en los principios y experimentos electrofisiológicos de Luigi Galvani, Giovanni Aldini y Erasmus Darwin. Hacía la penúltima década de dicho siglo, nos encontramos con dos narraciones propositivamente opuestas pero genéticamente afines, una, la popular e infantil Las aventuras de Pinocho de Collodi, la otra La Eva futura de Auguste Villiers de L'Isle-Adam, que en sus pertinentes coyunturas redimensionan (o en todo caso prosiguen la redimensión) del imaginario circundante al autómata, a sus atributos y finalidades. Tanto la hechizada marioneta mitómana y combate-tiburones del italiano como la revisionada Galatea steampunk fabricada por Thomas Edison en la novela del decadentista francés, materializan ya no únicamente la apostasía embriagada del antropocentrismo, sino además el sucedáneo narcisista de figuras afectivas: Pinocchio resulta el vástago que el austero pero habilidoso maese Gepetto nunca tuvo, mientras Hadalay –la ginoide de Villiers– conforma la idealización falócrata de la ‘mujer perfecta’, una Andreida hermosa, sofisticada, talentosa y, sobre todo, leal, construida por encargo para el suicida Lord Edwin, despechado por su pueril y voluble prometida Alicia. Otra ginoide a mencionar –esta sí, en cambio, celebérrima, referente obligado–, ya ubicados en la segunda década del siglo XX, atañe a la invención de Rotwang, la gemela robótica de María, la activista proletaria en aquella portentosa megalópolis industrial ideada por Thea Von Harbou y trasladada a la gran pantalla por su esposo Fritz Lang en 1927. Quizá cabría hacer un pequeño apunte aquí en cuanto a la trascendencia golémica en el cine expresionista alemán, amén de la adaptación casi inmediata de la obra de Meynrik, sino igualmente la clásica Das Kabinet des Dr. Caligari, puesto que ¿acaso no es el sonámbulo Cesare uno en sí, un ente incapaz de desobedecer a su amo y numen? Cabe, asimismo, apuntar en cuanto a la disyuntiva ética circundante al carácter atributivo del robot –su supuesta incapacidad de igualar al hombre dadas sus limitaciones a priori en el campo artístico, uno de los debates principales en el Sci-fi del siglo XX– ya se encuentra desplegado de modo soberbio en el relato de Hoffmann, donde el melómano empedernido hace pronunciar a Ludwing:   
Por medio de válvulas, resortes, palancas, rodillos, y toda clase de piezas mecánicas para lograr efectos musicales, se hace esta absurda experiencia de tratar de lograr únicamente con objetos lo que puede lograrse por medio del espíritu, que rige hasta los más mínimos movimientos. El mayor reproche que se le hace al músico es que toca sin sentimiento alguno, por lo cual realmente perjudica al espíritu de la música, o mejor dicho, anula la música en la música, de lo que se deduce que siempre tocará mejor el músico más insensible que la máquina más perfecta, ya que es de suponer que en algún instante logre despertar una momentánea emoción, lo que, evidentemente, nunca sucederá con la máquina.
Pero baste decir que consecuentemente, la figura del Golem –y por tanto del autómata– se permea y meta-permea entre los ámbitos especulativos tanto de la ficción como la de la ingeniería, en el Hal 9000 de Clarke y de Kubrick, en Sonny, Andrew y los robots positrónicos de Asimov, en los Tachikomas y otros droides en la delirante Ghost in the Shell, en aquellos Nexus-6 que, agonizantes bajo la lluvia, hablan sobre naves en llamas en Orión, sobre Rayos-C brillando en la puerta de Tannhäuser, conscientes que “todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.
         Las propiedades cualitativas del autómata femenino como entelequia pigmalionica, con sus aciertos como con sus defectos, ya se hallan más o menos prefigurados desde su concepción en la mitología griega, a través de dos de las creaciones articuladas por el forjador Hefestos. La primera, las Kourai Khryseai –doncellas doradas referidas en el canto XVIII de la Iliada–: las lozanas, seductoras e inteligentes asistentes del arsenicoso y renco dios. La segunda: Pandora, caprichoso e imprudente azote del Olimpo. No en vano escoge Hoffmann el nombre del fembot en su relato –como no en vano escoge, quizá, ningún otro: ‘Nathaniel’, el nombre del protagonista, comparte con el segundo nombre del escritor el significado de ‘regalo de Dios’; mientras ‘Coppola’, una de las dualidades del villano, quiere decir ‘orbitas oculares–’, cuyo entramado, si bien irreductible como totalidad, puede esbozarse refiriendo que Natahaniel, un romántico y ególatra estudiante y escritor de oscuros poemas mediocres, es perseguido por la pesadillesca imagen del Arenero, que el metamorfosea del folclore infantil hasta depositarlo retorcidamente en Coppelia, un abogado que practicaba la alquimia con su padre, a  quien –desde su perspectiva– acaba por asesinar. Ya cursando estudios superiores y prometido con Clara, amiga de la infancia, Nathaniel tiene un perjudicial encuentro con el óptico y mercader Coppola, trasunto del otrora abogado, tras el cual, quizá no incidentalmente, acaba descubriendo a Olympia, la ‘hija’ de su profesor Spalanzani. Después de una sucesión de reuniones universitarias y momentos a caballo entre lo ridículo y lo ajenamente incomodo, nuestro protagonista queda prendado de esa hueca y delicada figurilla de mirada lánguida y expresión monosilábica, a la que no tarda en develarse como una maquina, provocando la ruptura psíquica en el ya de por sí afectado jovencito. Freud –en el que acaso sea el ensayo más conocido sobre la pieza, donde además de explicar a Nathaniel como un contradictorio remedo edípico bajo un severo complejo de castración– iniciado por A. Jenysch, ha querido encontrar bajo los laberintos de esta historia los fundamentos para su postulados respecto a das Unheimlich, cuya traducción más ajustada factiblemente es ‘lo siniestro-cotidiano’, aquello habitual, que juzgamos familiar pero que a la par, en determinadas circunstancias, inesperadamente llega a resultar ominoso, aterrorizante.
Borges quien siempre tenía sino una frase inmortal al menos una perfectamente confeccionada para casi todo, con respecto al monstruo hebraico, preliminarmente a su poema homónimo, enuncia: "el Golem es al rabino que lo creó, lo que el hombre es a Dios; y es también, lo que el poema es al poeta".