martes, 3 de enero de 2012

Nekromantik


Necrofilia. Si hay un epitome capaz de sintetizar en un único vocablo aquello a lo que la obra narrativa del pirineo Téophile Gautier nos remite con su fuerza, ludismo, pictografía y estupefacción, es éste.

La historia del arte y las letras francesas radica sucinta por una copiosa tradición de opulencias, excentricidades y malditismos. Los firmantes en la lista son legión y apenas cabe despuntar nombres, que van desde André de Lorde y Alfred Jarry hasta Macel Duchamp o Pierre Drieu la Rochelle; basta apenas escudriñar para escoger. Pierre Jules Théophile Gautier, nacido en 1811 de un culto funcionario menor y de una mujer de apellido rimbombante, muerto en 1872, en una comuna de guerra, a causa de una vieja enfermedad cardiaca, no queda exento de tales características. Poeta con sempiterna vena pictórica y anticuaria, Bouizingo militante, alumno directo de Hugo e indirecto de Hoffmann, transita entre los bares Simbolistas y los salones del Modernismo, entre los antros del Decadentismo y su casa Parnasiana. Guarnecido con paleta de espectro multiforme, pincela por igual verso y prosa, ficción y periodismo, dramaturgia y ballet, historia del arte y crítica literaria. Cree atinar en el haschish un cáliz potenciador y en los viajes por España o Constantinopla una ventana al Venus y al Tánatos. Mitificado ya en su paganismo de líneas y figuras, Baudelaire o Balzac, entre otros muchos, lo admiran con equidistante fervor. Preconiza, tras esa barriga, esa barba de antología y esa mirada ojerosa –que en los retratos del prestigioso Nadar asoman siempre pétreos, agudos, turbadores–, la perfección de la forma ante cualquier contenido, cualquier intencionalidad pervertidora. El arte es inútil, nos dice. Sólo lo que es inútil es hermoso, nos dice. Abandera axiomas, l'art pour l'art, y no otorga armisticio al romanticismo ni a la política.

Pero volvamos al asunto…

Necrofilia, sí. Pero una necrofilia mística, perpetrada entre los abismos laberinticos del espíritu atribulado, una en cuyos bálsamos convergen sincrónicamente horror, delirio y pasión impar. Comparable tan sólo con los poemas de Nerval –amigo intimo de Teófilo, aficionado a pasear langostas por las calles parisinas y huérfano de madre a la tierna edad de dos años–, algunos textos de Poe (Berenica, Lighea) y Le cheveleure de Maupassant, y únicamente superada por Dante, el apoteósico funerario por magnificencia, a los cuentos y novelas de Gautier los recorren de cabo a rabo mujeres muertas. Complemento: Atractivas, nobles y correspondientes mujeres muertas. Disimulado de dandi desencantado, joven aventurero o sacerdote rural, el protagonista de Gautier –hombre culto, rodeado de un aura decadente– personifica un trasunto órfico moderno, un sujeto cuya pantalla fantasmatica se escinde a partir de la intrusión de la catexis inmanente al objeto. El amor –instruye Lacan– se fundamenta en el vínculo y no en el objeto con el que se vincula. Así, una tetera, un manuscrito, un pie embalsamado, los motifs en una tapicería, un dorso solidificado de la antigua Pompeya o la mirada aparentemente aleatoria al fondo de una iglesia, son aquí los detonantes donde las coordenadas psíquicas, los parámetros simbólicos de la realidad se quebrantan, abriendo puertas a las más exacerbadas delicias y voluptuosidades de la mano de momias, metempsicosis, de sexis chupasangres; nombres como Angela y Marcella, Hermonthis y Clarimonde, libres de cualquier prosaica terrenalidad, ejecutan en sus mortales elegidos las rubricas del encanto, la lujuria y las suntuosidad. El sacrificio, sin embargo, nunca está muchos pasos adelante y, más temprano que tarde, Euridice se esfuma y las puertas del Hades se cierran. Se vuelca, entonces, la perdida, el retorno a la vigilia, la tibia cotidianidad. Aunque provenga desde la perfección, desde lo imperecedero, el amor, parece querer decirnos el poeta, nunca es eterno.

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