Cuando en el siglo III las legiones romanas, regias o consternadas, designaron a la tribu bárbara teutónica que desde tiempo atrás había traspasado la frontera del Danubio y asediaba los campos de Dacia y otras regiones al norte del Imperio bajo el gentilicio de Godos –acaso porque los juzgaban procedentes de Götaland, las más peninsular y sureña de las tres regiones históricas de Suecia–, siquiera sospechaban que, transcurridos trece siglos, el tratadista florentino Giorgio Vasari emplearía la adjetivación del vocablo para calificar de modo peyorativo al presuntamente burdo y grotesco arte medieval, inferior, a su criterio, ante la perfección renacentista tan en vogue.
DOS
Por su parte, sería alarmante conjeturar que Vasari, tan absorto en perfilar hasta lo canónico las biografías de sus artistas compatriotas, pudiera llegar a prever que hacía 1764, el británico Horace Walpole, intelectual y entusiasta por la arquitectura neogótica victoriana, haría uso del epíteto ‘gótico’ para delinear los parámetros respecto a su obra más afamada, cuya prosa, si bien abstemia, intencionadamente lacónica, no se halla exenta de ciertos ecos de fascinación por los arcos ojivales y las bóvedas de crucería. Algo más hay en común entre el noble italiano y el noble inglés: ambos, influyentes partidarios de las artes estáticas, dedicaron sendos años y esfuerzos al decorado, la acumulación coleccionista y la estructuración de sus moradas, el primero en su natal Arezzo, el segundo llegando incluso a trazar los planos para la remodelación de su finca, ahora famosa y convertida en museo, en Strawberry Hill.
TRES
Si continuáramos con esta perspectiva de panteísmo historicista trasnochado, perfectamente podríamos anotar, con toda seguridad y poco más, que Walpole, tampoco tuvo la menor figuración, al emplear el curioso término, en cuanto a que éste acabaría designando asimismo a cierta tribu urbana contemporánea, popularizada hacia el crepúsculo de los ochenta y cuyos sectarios, referentes irredentos de Robert Smith, del la filmografía de Burton, del Crow de James O’Barr, se distinguen usualmente por emplear una augusta cantidad de arracadas, cadenillas, estoperoles, maquillajes oscuros y capotes de cuero incluso más oscuros…
CUATRO
Pero quizá eso sea aventurarnos demasiado en los terrenos de lo impropio.
CINCO
Baste decir que el señorito Horatio Walpole, IV Conde de Orford, último hijo del primer ministro whig Sir Robert, quien lo bautizo igual que a su segundo varón, muerto al poco tiempo de nacer, fue –no necesariamente en éste orden, no necesariamente en orden alguno– historiador de arte, dibujante, beletrista, anticuario voluntarioso, parlamentario menor, impresor influyente e infatigable escritor de más de 3000 cartas (recopiladas actualmente en 48 volúmenes por, creo, la Yale University) y, en cuanto a ficción, de una pieza dramática censurada por su temática incestuosa, de una veintena de cuentos rara avis y de la novela que aquí nos atañe. Cabe anotar, asimismo, que nació en 1717, se graduó en Cambridge, viajo por Francia e Italia junto al no laureado pero sí celebérrimo poeta Thomas Grey y murió en la más célibe de las senectudes hacia los 80 años. Y que, respaldado por los hados del tino más que los del talento y del ávido público, quien –al menos desde que el mundo es mundo medianamente válido a la libertad de consumo e imprenta– siempre tiene la razón, edificó (ya fuera con su firma propia o bajo el seudónimo rimbombante de algún canónigo mítico y el seudónimo más bien ordinario de un traductor desconocido) el germinal y antonomástico libelo de la ficción gótica.
SEIS
Parte culebrón medieval, parte thriller detectivesco, parte roman caballeresca con tintes de horror, El castillo de Otranto, bajo un ritmo desenfrenado, tan paupérrimo de efectismos digresivos que constantemente flirtea con la dramaturgia –de hecho llegó a escenificarse no mucho después de su publicación y reconocimiento–, transita un argumento cuyo entramado se sustenta no en los artificios fantasmagóricos: en los yelmos ciclópeos y los retratos ambulantes y las efigies sangrantes, sino en un continuo de revisiones y detonantes tanto heráldicos como genealógicos, donde, por supuesto, se deja cabida necesaria al romance, sí, uno un tanto santurrón y pudibundo; pero ya se sabe: todas las historias son historias de amor.
SIETE
La historia –resumámosla de una vez– se sostiene en un entramado de coordenadas que con bastante probabilidad no les resulten ajenas a los asiduos telespectadores de las televisadas telenovelas, con unas dosificaciones de aquellas series paranormales estadounidenses de los años sesenta. Erase una vez en un reino muy lejano, etcétera. Manfred, Lord caricaturescamente déspota, es el ambicioso usurpador del trono de Otranto. Su famélico hijo, Conrad, muere el día de su boda, aplastado por un yelmo gigante. Manfred, preocupado más por la perpetuación de su dinastía ante los rumores de ciertas profecías, reniega de su esposa Hipolita, más religiosa abnegada que monarca, e intenta violar a la prometida de su machacado heredero, la princesa Isabella. Un retrato se sale de su marco, un pie gigante irrumpe en el salón principal y la casi mancillada Isabella logra escapar de las garras o de las fauces (amén de eufemismos metonímicos) del libidinoso Lord, a través de las catacumbas, rumbo a la Iglesia, no sin antes ser auxiliada por el valiente, insigne, fuerte y de paso guapísimo Theodore, as en la manga del tejemaneje. Theodore es arrestado, condenado a muerte, descubierto como el bastardo del fraile Jerónimo, absuelto, vuelto a condenar y finalmente rescatado por Matilda, la mojigata hija de Manfred, quien no tarda en enamorarse perdidamente de él. La trama se sucede de la misma forma, con abruptas vueltas de tuerca, confusiones de antología e interrupciones imprevisibles así como gratuitas. Sucesiones mágico-realistamente de rayos y truenos, estatuas sangrantes y fragmentos de armaduras ciclópeas. Matilda es prometida a Frederic, el recién aparecido y achacoso padre de Isabella, para luego contraer nupcias clandestinamente con Theodore, para, finalmente, morir accidentalmente a manos de su padre. Hacia el desenlace, un portento revela a Theodore como descendiente del antiguo príncipe Alfonso y por consecuencia, legitimo heredero del castillo, tras lo cual acaba desposándose con Isabella. Se llevan a cabo las medidas correspondientes y todos viven felices para siempre, excepto, por supuesto, el exiliado Manfred y su acuchillada hija.
OCHO
Otranto, es cierto, se permea en la cultura como un hito pop y post-pop y más allá. Las opiniones y los homenajes, con el transcurso de las lineamientos espacio-temporales, son diversas. Walter Scott, el más reconocido entusiasta de los cultivadores de la novela histórica, por ejemplo, gasta una treintena de páginas en su edición de 1811 para decirnos, a grandes rasgos, que pese a haber sido sobrepasada con creces tanto en técnica como en contenido por muchos de sus epígonos, la candorosa Otranto debe ser aplaudida –algo desmesuradamente– como un ejemplo notable no sólo gracias a la calidad de la historia, atractiva, de sombrío interés, sino precisamente por la moderna originalidad de fundamentar propuestas con una combinación poco sospechada y, al mismo tiempo, efectiva: la más lóbrega de las ficciones fantásticas con las bases de la más clásica caballería. Salvador Dalí, el más glorioso y capitalista de los bigotes que se hayan abierto pasó desde la no escuela del surrealismo, se pausa, por allá de 1964, de Relojes derretidos & Cía para dedicarle uno de sus ciclos literarios: un tiraje limitado de 180 ejemplares con doce aguafuertes en los que se presenta la típica mirada excéntrica y no convencional, redimensionando los elementos clásicos de la ficción, encontrándonos así con rostros emborronados, piernas desnudas detrás de dinteles, y yelmos a contraluz en una meseta con punto de fuga. Otro surrealista, el poeta y el romántico empedernido Paul Éluard, aprecia la novelita como exhibición plástica del drama del amor en toda su amargura e infortunio, pero también donde el deseo se antepone a pesar de cualquier visión, cualquier mármol mortuorio, cualquier vomito procedente del infierno. Jan Švankmajer, el mejor animador gestado entre las checoslovacas tierras del siglo XX, experimenta en 1979 con un cortometraje que conjunta una jocosa animación basada libremente en las cavernas y los espadachines de Walpole y un pseudo-documental simultaneo donde intenta reinventar el viejo mito del castillo.
NUEVE
Diametralmente, H. P. Lovecraft, ateo declarado y racista patológico en una época en que comenzaba a volverse ligeramente indecoroso el serlo y, asimismo, una de las mentes más mitificadoras y quirúrgicas de su siglo, lee a Walpole y contraría, no sin cierta gracia y en voz alta, los dictámenes de Scott y otros admiradores. Lovecraft, presunto asexual y ávido escritor epistolar, señala sobre Walpole, presunto homosexual o bisexual o asexual y ávido escritor epistolar, que si bien debe concedérsele el merito de la innovación que consolida lo macabro moderno, su artefacto es apenas un subproducto mediocre y falto tanto de convicción como de atmosfera, afectada por un argumento débil, aburrido y postizamente melodramático. Pero es precisamente por su carácter de palimpsesto, por sus desenvolvimientos oníricos y sus incongruencias internas que la novela terminó siendo confundida por opus magnum y consagrada según propios y ajenos, modificando la literatura de horror fantástico hasta sus formas en que la conocemos. Y es que si existe razón para justificar todos los pecados al noble inglesito es el hecho de que, con todo lo que ello implica, sin él no hubiese existido Poe.
DIEZ
De este modo y no de otro, el buen don Horacio –que en el prefacio a la segunda edición de su novelilla no se ruboriza en presumir a Shakespeare como su más preponderante acreedor, encaramando, harto justificadamente, al contenido discursivo de éste por sobre las pautas mobiliarias de Voltaire–, acabó procreando ese submundo de folklore que en el porvenir sería tan influyente y exaltado, plagado por todos aquellos héroes byronianos y tiranos acaudalados y damiselas en desgracia, por trasgos chillones, íncubos chupasangre, ghouls reanimados y cadenas tintineantes, por fuegos fatuos, villas antiguas, paramos lóbregos, libreros corredizos, conspiraciones, hechicerías, camposantos, catacumbas, monasterios, laberintos y profecías de maldiciones heredadas que han permeado la literatura sobrenatural desde la inmediata y genérica Ann Radcliffe hasta, sí, el Stephen King de nuestros días.