Envueltos por una
densa penumbra, cuya aura lóbrega e informe se dilata más allá de las
limitaciones de lo visible y de los contornos de las formas, bajo el dintel de
un arco triunfal, una aglomeración de variopintos personajes brotan –muchos
superpuestos, apenas siluetas sugeridas; otros, los menos, luminarias
plenamente definidas, protagónicas–, irrumpiendo en escena, tumultuosos,
dinámicos, desde las sombras; inquietos e inmersos en sus actividades
específicas, cual actores de una tableau-vivant.
Un tamborilero ejecuta un redoble, un portaestandarte acaba de erigir su asta
por encima de sus camaradas, los alabarderos entrechocan sus pértigas,
abriéndose paso por la escalinata; uno de los arcabuceros, ataviado en carmesí,
empuja su baqueta dentro de la bocacha de su avancarga, otro más sopla contra
la cazoleta de la suya, desempolvándola; hacía la extrema izquierda, tres
milicianos mascullan, casi confabuladores, y un pajecillo de la pólvora los
mira sobre su hombro, corriendo en dirección inversa; hacia la extrema derecha
el sargento extiende su brazo entero, indicando un punto vago a su subalterno,
a sus pies un perro, contrahecho y sobresaltado, ladra estrepitosamente. Casi
al centro se erigen quienes podemos acordar en reconocer como figuras
dominantes: El capitán y el alférez, quienes, contrastantes en cromatismo y
postura, conversan sin mirarse y marchan hacia el frente, como a punto de
desbordarse del cuadro. El primero viste el traje típico de oficial, con una
remarcada banda roja sobre traje negro, salpicado con el blanco de su gorguera
de lechuguilla; la mano diestra, propiamente enguantada, se emplea en aferrar
el otro guante, flácido en su desocupación; la mano siniestra, desnuda, se
extiende hacia nosotros, en un gesto significativamente enigmático, a caballo
entre la propuesta, el decreto y la altivez más descarada, mano cuya sombra
recae nítida y acaso malintencionadamente sobre el cuerpo del segundo, quien,
por oposición, hacer alarde de un ropaje todo fulgor, todo argénteo: borlas y
broqueles y bordados de leones en bajorrelieve; empuña con desgano una
partesana, arma venatoria y más bien meramente ornamental. A espaldas del
capitán, otro monigote, hermético: de estatura a todas luces inusual para el
papel que se le designa, peripuesto por bombachas y una celada con cimera de
hojas de roble, nos guarda deliberadamente de su faz y, dando amplias zancadas,
alza su mosquete: el fogonazo esboza una aureola timorata tras el sombrero del
alférez. A su izquierda, las que acaso sean las efigies menos afines en
toda la composición: dos mujercitas –¿vivanderas?, ¿mascotas?, ¿hijas de los
milicianos?–; la única que acabadamente distinguimos, una niña que entre más
detenimiento se le concede menos lo parece, lleva un vestido dorado, una cuerna
y al cinturón, atados, un saquillo y una gallina colgada por las garras; su
recargada iluminación desafía toda pauta, es etérea, casi angelical. En última
instancia, laboriosamente inteligible, asomando entre dos guardias apenas media
nariz, un ojo izquierdo, divertido y voyerista, y coronado por su
característica boina oscura, nos encontramos con el mismísimo pintor,
titiritero, en un cameo casi hitchcockiano.
Hacia finales del siglo XVI comenzaron a instaurarse pequeños sistemas de
soporte militar defensivo en las principales ciudades de los Países Bajos,
llamados Schutterijs:
grupos de guardias civiles constituidos por ciudadanos respetables, cuyos
oficiales, casi siempre ricos, protestantes, de abolengo y con inclinadas
aspiraciones políticas, eran designados por los magistrados locales. Aunque en
un principio su empleo era el resguardar la población en su distrito
correspondiente de ataques, revueltas o incendios, con el paso de las
generaciones se decantaron en una suerte de clubs deportivos para caballeros,
residiendo en lujosas sedes denominadas doelens,
donde uno se entretenía apostando, charlando, embriagándose y practicando el
tiro, dedicándose de vez en vez a desfilar por las avenidas principales en
ceremonias de pompa y circunstancia. Los Schutterijs,
divididos en tres grandes corporaciones, se diferenciaban por su arma cardinal,
encontrándonos así con las compañías de ballestas ligeras, de ballestas de
estribo y de los arcabuceros, apodados Kloveniers. Cuando en 1638,
solemnizando la fastuosa entrada en Ámsterdam por parte de María de Médici
(antigua reina madre de Francia, expulsada por su hijo Luis XIII y el cardenal
Richelieu), se remodeló la Kloveniersdoelen de la ciudad, edificándose un nuevo
gran salón para fiestas, a los administradores de las compañías les fue
menester encargar seis lienzos a distintos pintores de renombre para cubrir sus
muros, siendo uno de ellos Rembrandt Harmenszoon van Rijn. Rembrandt
–(1606-1669), originario de Leiden, octavo hijo de un acomodado molinero de
malta y de la integrante de una familia de panaderos, pupilo aventajado del
italianizado Jacob Isaacsz van Swanenburgh y el escenista histórico Pieter
Lastman, casado con la hermosa Saskia van Uylenburgh, hija de un antiguo
alcalde y prima de un marchante de arte con el que se codeaba van Rijn– se
encontraba en el pináculo de su carrera. Posicionado, ambicioso, engreído y
consciente de su talento, había irrumpido como una estocada en el ambiente
artístico amsterdames con el óleo La
lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp (1632),
y, hacia 1640, el punto en que le fue comisionado el cuadro marcial, su éxito y
su riqueza no habían dejado de ir en incremento. Por entonces, el género del
retrato por encargo y, en particular, del retrato gremial de guardias civiles (schuttersstukk),
era ampliamente extendido, demandado y codiciado, puesto que implicaba un trato
mutuamente beneficioso: para el artista entrañaba el medio de ingresos más
estable en su oficio y una forma rápida de repercusión mediático; para el
cliente, burgués progresista por lo común, un recurso comunitariamente aceptado
e idóneo de ostentación y reafirmación del status; ciertamente constituía un
fenómeno particular inherente a la Holanda, exitosa en términos industriales y
culturales, del Siglo de oro. No obstante su supremacía, el Schuttersstukk era un género caído en lo formulaico,
en lo derivativo, hechura de situaciones comunes –banquetes, recintos
oficiales– y composiciones esquemáticas –los personajes, en posiciones rígidas,
equitativas y antinaturales, solían formar una o dos filas,
alineados a un mismo nivel, todos lado a lado, mirando al espectador,
apenas sin variaciones, sin movimiento, sin profundidad. Y Rembrandt, siendo
Rembrandt, en su individualismo caprichoso, en su vanguardismo e iconoclastia,
en cambio les ofreció ‘La ronda nocturna’, una pieza enigmática,
multitudinaria, que, ante todo, que aprehende un instante suspendido –los
elementos y personajes parecen situarse entre dos acciones, entre el
preparativo y partida–, rezumante en espectacularidad, en un distintivo
dinamismo donde la caótica individualidad de todas sus partes se conjunta con
un equilibrio compositivo absolutamente novedoso; una suerte de armonía vaga y
en ningún momento cuadrada, dramatizado por el uso efectivo del claroscuro tan
característico del autor, por la fluidez depositada en las poses ensimismadas
de sus personajes. El mito nos cuenta que el descontento general de sus
contratistas ante la ‘originalidad’ exhibida en el cuadro, fue tomado por
ingratitud, por ofensa satírica hacia la supuesta sensibilidad de la clase
alta, suscitando la ruina del artista, pero no existen medios para patentarlo.
Lo innegable es que 1642, año de exhibición del retrato, marcó el punto
de inflexión en la vida de Rembrandt; a partir de entonces se desencadenarían
una serie de reverses entre los que caben destacar el fallecimiento de Saskia,
a meses de dar a luz a Titus, su único hijo, y la progresiva relegación social,
el reducimiento financiero, la bancarrota. Olvidado por sus contemporáneos,
descalificado por los críticos, perseguido por sus acreedores, moriría,
achacoso, a los 63 años, siendo enterrado en una tumba sin nombre.
Intitulada
originalmente: ‘La compañía militar del capitán Frans Banning Cocq y el
teniente Willem van Ruytenburg’, la pintura fue indebidamente rebautizada a
principios del siglo XIX como ‘La ronda nocturna’ o ‘Ronda de noche’ (De
Nachtwach, en neerlandés) en un equívoco asumido a colación de las capas de
barniz, polvo y oxido de pintura que, acumulados durante un par de siglos,
ennegrecieron considerablemente la pintura, hasta su restauración en 1946.
Aunque debe admitirse que el título popular incuestionablemente posee mayor
fuerza de difusión.
Óleo
sobre tela, mide 363 cm. X 437 cm. (se estima que sus medidas originales eran
de 4m x 4.8m aprox., pero el cuadro fue mutilado en 1715, cuando se le trasladó
al Ayuntamiento de Ámsterdam, siendo irreparablemente recortada al no caber en
su sitio destinado, entre dos puertas) y pesa 337 kg. Actualmente se exhibe en
la galería principal, recientemente restaurada, del Rijkmuseum.